Eran los primeros días. Aún no se nos notaba. Los dos en el metro, herméticos, lo habíamos dejado todo, pero nos quedaba ropa buena. Lo demás, espectros para nosotros, no se apartaban. Pero nuestra piel, recién opacada, nos separaba de ellos. Nuestros ojos vidriosos, nuestro gesto de felicidad insana eran los únicos signos. Signos ilegibles para aquellos que no saben cuanto aliento les queda. Faltaban meses para que nuestra carne tiemble por la cercanía de la muerte que ya nos sedaba en su dulce frío. Eramos felices.