Ayer recordé el tanquecito gris.
Cuando tenía ocho años hice mi segunda gran mudanza (llevo 6 grandes mudanzas) de Miami a Lima dejé todos mis juguetes. Llegué hecho un 'sin-juguetes'. Al principio obligaba a mi primo pequeño a que me regale algunos de los suyos: "Regálame la ambulancia o dejo de ser tu primo". Él lloraba un poco y me daba la ambulancia de plástico. Uno de los primeros juguetes 'serios' que me compraron por esa época fue un tanque miniatura Hot Wheels. Lo adoraba. Era perfecto. A veces estos carritos de juguestes salen mucho mejor hechos de lo normal y este era el caso. Era gris con pequeños visos rojos, la torre y el cañon móviles, buen peso, suave recorrido. En una de esas 'limpiezas generales' que se hacían más o menos cada medio año, el tanquecito se perdió. Lo busqué como un loco, tenía que estar en la casa no lo había sacado nunca. Pero jamás apareció.
Por algún motivo especial negué su pérdida. Me decía a mi mismo que tarde o temprano aparecería. Durante años en esa casa, donde viví en total veinte años, muchas veces, mientras limpiaba o hacía algún movimiento de muebles, me asaltaba la idea "seguro aquí está el tanquecito gris", pero al arrimar el aparador o el closet solo había polvo.
Estoy a miles de kilometros de aquel departamento, ahora vivo con mi novia y nuestra casa es cuatro trolleys y dos mochilas, cuatro muebles usados, un procesador de alimentos casi nuevo encontrado en la calle y el cuarto que alquilamos. Ayer recordé otra vez al tanquecito gris y se lo comenté a mi novia, le expliqué como el tanquecito reaparecía y ella me dijo algo que nunca había pensado. Se lo robaron. Sí. Ahora que lo pienso es lo más probable.
En la época que se perdió el tanquecito trabajaba en mi casa Raquel. Fue nuestra 'empleada cama-afuera' durante muchos años. Era arequipeña, casada con un policía arequipeño. Me es difícil describirla. Podría decir que era algo feliz, sonreía sin dificultad, algo silenciosa, mi abuela quizá diría entonces "buena chica. Tranquila, y no es floja". Parecía que trabajaba motivada por la prudencia más que por otra cosa y quizá cargaba con más miedo de lo habitual en la gente. Hablo del 'miedo general', el miedo abstracto a la vida, eso que se percibe en la voz de la gente, en la forma como se aproximan a los otros, un temblor interno, cargando una especie de micro paranoia portátil a todas partes. Quizá pueda reducirse a la palabra 'inseguridad'.
Raquel no estuvo de corrido todos esos años en la casa. El primer periodo duró alrededor de un par de años y la despidieron porque se le desapareció plata a un familiar piurano que estaba de visita. Mi abuela la echó diplomáticamente para evitarse problemas de sospecha futura y discordia con la familia norteña. Al año la volvió a contratar, porque mi abuela creo que nunca creyó que haya sido ella por como reaccionó Raquel aquella vez. Yo recuerdo la escena. Fue difícil. No sé que se hizo de esa plata pero no creo que haya sido ella. Raquel lloraba mucho, mucho, y decía desesperadamente que no era ella. Recuerdo tragar saliva.
Raquel tuvo un hijo, Antonio. Dejó de trabajar poco tiempo, volvió y dejaba al niño con su suegra y ésta parecía que no la ayudaba de muy buena gana con esto. Cuando Antonio empezó a ir al jardín algunos días aparecía por el departamento. Por entonces un niño de tres o cuatro no era un compañero de juegos para mí. Especialmente si eres un púber huraño y engreído que viene de una primera infancia difícil que termina 'sin-juguetes', seguida de sobreprotección acompañada de sobrepeso. Y aún más especialmente si lo que tienes enfrente es una especie de ángel. Antonio era un niño perfecto. Jugaba, obedecía, era cariñoso. Inspiraba admiración. Además era bello. Compartía muchos rasgos con su madre, pero más estilizados. El color de piel era igual de oscuro pero en un tono más vívido, un lustre especial, una calidad superior hasta comprada con los estándares infantiles, la forma de la cara, un poco más estrecha y alargada armonizaba con largos ojos razgados y nariz y boca pequeñas. El pelo lo llevaba un poco largo, a modo de casquete, y era muy liso y brillante. A pesar de esa estela, apreciada por toda mi familia, imposible de ignorar, las pocas veces que lo veía no le hacía mucho caso, yo andaba en otra aproximándome a una adolescencia tan difícil como mi primera infancia. Pero recuerdo a Antonio hasta ahora.
Su madre lo adoraba. Raquel era más feliz ahora con un hijo que antes sin él. Sonreía más, hablaba más, su prudencia insegura ahora parecía un poco más sólo respeto y laboriosidad. Criaba bien al niño, no lo sobreprotegía, y no era difícil criarlo bien. Por eso la oscuridad que apareció en su frente luego era tan intensa. Unos años después, Raquel se subió a una combi llena con su cuñada y su sobrina. Al subirse les cedieron dos asientos y en el tumulto Raquel se sentó con la sobrina sobre las faldas y la cuñada con Antonio. La combi, conducida por un ebrio chocó contra un poste en el lado de Antonio y su tía. Fueron los únicos fallecidos. La cuñada murió de inmediato. Antonio perdió masa encefálica. Raquel durante el accidente por algún motivo sólo pudo buscar ayuda llamando a mis tíos más cercanos. Mi tía estuvo en hospital cuando desconectaron a Antonio. Lo vio “se le veía igual, parecía sólo dormido, pero la herida en la cabeza”
El marido de Raquel pidió un traslado a Arequipa para mejorar las condiciones del luto para ella. Después de unos años allá tuvieron una niña. Volvieron Lima y Raquel a trabajar a mi casa. Si bien no era infeliz, pero como ya advertí llevaba una marca invisible. Una carga que borraba hasta aquel miedo de antes, aquel respeto de después. Que casi transformaba esa prudencia-diligencia en una inercia vacía. Trasladaron al marido a Huaraz. Regresó algunos años después. Nos fue a visitar varias veces. Alguna vez pidió trabajode nuevo, pero mi abuela no podía ahora reemplazar a Vilma que hasta ahora trabaja con ella.
Cuando Antonio visitaba la casa yo ya no jugaba mucho con carritos, pero aún prestaba atención al paradero del tanquecito. Por las probabilidades yo creo que Raquel lo robó. Quiero imaginar que Antonio reconoció la belleza del tanquecito gris y que Raquel lo robó para él. Que lo encontró en el suelo mientras limpiaba, recordó cuánto le gusta a Antonio, lo sopesó en su mano, recordó como la echaron injustamente, y cómo sufrió, y que aquel era un momento para robar, porque Antonio y ese precioso juguete simplemente iban juntos. Quiero imaginar que he venido recordando el tanquecito gris todo este tiempo para terminar recordando a Antonio. Porque los dos eran únicos. Y para no olvidar a Raquel.
Cuando tenía ocho años hice mi segunda gran mudanza (llevo 6 grandes mudanzas) de Miami a Lima dejé todos mis juguetes. Llegué hecho un 'sin-juguetes'. Al principio obligaba a mi primo pequeño a que me regale algunos de los suyos: "Regálame la ambulancia o dejo de ser tu primo". Él lloraba un poco y me daba la ambulancia de plástico. Uno de los primeros juguetes 'serios' que me compraron por esa época fue un tanque miniatura Hot Wheels. Lo adoraba. Era perfecto. A veces estos carritos de juguestes salen mucho mejor hechos de lo normal y este era el caso. Era gris con pequeños visos rojos, la torre y el cañon móviles, buen peso, suave recorrido. En una de esas 'limpiezas generales' que se hacían más o menos cada medio año, el tanquecito se perdió. Lo busqué como un loco, tenía que estar en la casa no lo había sacado nunca. Pero jamás apareció.
Por algún motivo especial negué su pérdida. Me decía a mi mismo que tarde o temprano aparecería. Durante años en esa casa, donde viví en total veinte años, muchas veces, mientras limpiaba o hacía algún movimiento de muebles, me asaltaba la idea "seguro aquí está el tanquecito gris", pero al arrimar el aparador o el closet solo había polvo.
Estoy a miles de kilometros de aquel departamento, ahora vivo con mi novia y nuestra casa es cuatro trolleys y dos mochilas, cuatro muebles usados, un procesador de alimentos casi nuevo encontrado en la calle y el cuarto que alquilamos. Ayer recordé otra vez al tanquecito gris y se lo comenté a mi novia, le expliqué como el tanquecito reaparecía y ella me dijo algo que nunca había pensado. Se lo robaron. Sí. Ahora que lo pienso es lo más probable.
En la época que se perdió el tanquecito trabajaba en mi casa Raquel. Fue nuestra 'empleada cama-afuera' durante muchos años. Era arequipeña, casada con un policía arequipeño. Me es difícil describirla. Podría decir que era algo feliz, sonreía sin dificultad, algo silenciosa, mi abuela quizá diría entonces "buena chica. Tranquila, y no es floja". Parecía que trabajaba motivada por la prudencia más que por otra cosa y quizá cargaba con más miedo de lo habitual en la gente. Hablo del 'miedo general', el miedo abstracto a la vida, eso que se percibe en la voz de la gente, en la forma como se aproximan a los otros, un temblor interno, cargando una especie de micro paranoia portátil a todas partes. Quizá pueda reducirse a la palabra 'inseguridad'.
Raquel no estuvo de corrido todos esos años en la casa. El primer periodo duró alrededor de un par de años y la despidieron porque se le desapareció plata a un familiar piurano que estaba de visita. Mi abuela la echó diplomáticamente para evitarse problemas de sospecha futura y discordia con la familia norteña. Al año la volvió a contratar, porque mi abuela creo que nunca creyó que haya sido ella por como reaccionó Raquel aquella vez. Yo recuerdo la escena. Fue difícil. No sé que se hizo de esa plata pero no creo que haya sido ella. Raquel lloraba mucho, mucho, y decía desesperadamente que no era ella. Recuerdo tragar saliva.
Raquel tuvo un hijo, Antonio. Dejó de trabajar poco tiempo, volvió y dejaba al niño con su suegra y ésta parecía que no la ayudaba de muy buena gana con esto. Cuando Antonio empezó a ir al jardín algunos días aparecía por el departamento. Por entonces un niño de tres o cuatro no era un compañero de juegos para mí. Especialmente si eres un púber huraño y engreído que viene de una primera infancia difícil que termina 'sin-juguetes', seguida de sobreprotección acompañada de sobrepeso. Y aún más especialmente si lo que tienes enfrente es una especie de ángel. Antonio era un niño perfecto. Jugaba, obedecía, era cariñoso. Inspiraba admiración. Además era bello. Compartía muchos rasgos con su madre, pero más estilizados. El color de piel era igual de oscuro pero en un tono más vívido, un lustre especial, una calidad superior hasta comprada con los estándares infantiles, la forma de la cara, un poco más estrecha y alargada armonizaba con largos ojos razgados y nariz y boca pequeñas. El pelo lo llevaba un poco largo, a modo de casquete, y era muy liso y brillante. A pesar de esa estela, apreciada por toda mi familia, imposible de ignorar, las pocas veces que lo veía no le hacía mucho caso, yo andaba en otra aproximándome a una adolescencia tan difícil como mi primera infancia. Pero recuerdo a Antonio hasta ahora.
Su madre lo adoraba. Raquel era más feliz ahora con un hijo que antes sin él. Sonreía más, hablaba más, su prudencia insegura ahora parecía un poco más sólo respeto y laboriosidad. Criaba bien al niño, no lo sobreprotegía, y no era difícil criarlo bien. Por eso la oscuridad que apareció en su frente luego era tan intensa. Unos años después, Raquel se subió a una combi llena con su cuñada y su sobrina. Al subirse les cedieron dos asientos y en el tumulto Raquel se sentó con la sobrina sobre las faldas y la cuñada con Antonio. La combi, conducida por un ebrio chocó contra un poste en el lado de Antonio y su tía. Fueron los únicos fallecidos. La cuñada murió de inmediato. Antonio perdió masa encefálica. Raquel durante el accidente por algún motivo sólo pudo buscar ayuda llamando a mis tíos más cercanos. Mi tía estuvo en hospital cuando desconectaron a Antonio. Lo vio “se le veía igual, parecía sólo dormido, pero la herida en la cabeza”
El marido de Raquel pidió un traslado a Arequipa para mejorar las condiciones del luto para ella. Después de unos años allá tuvieron una niña. Volvieron Lima y Raquel a trabajar a mi casa. Si bien no era infeliz, pero como ya advertí llevaba una marca invisible. Una carga que borraba hasta aquel miedo de antes, aquel respeto de después. Que casi transformaba esa prudencia-diligencia en una inercia vacía. Trasladaron al marido a Huaraz. Regresó algunos años después. Nos fue a visitar varias veces. Alguna vez pidió trabajode nuevo, pero mi abuela no podía ahora reemplazar a Vilma que hasta ahora trabaja con ella.
Cuando Antonio visitaba la casa yo ya no jugaba mucho con carritos, pero aún prestaba atención al paradero del tanquecito. Por las probabilidades yo creo que Raquel lo robó. Quiero imaginar que Antonio reconoció la belleza del tanquecito gris y que Raquel lo robó para él. Que lo encontró en el suelo mientras limpiaba, recordó cuánto le gusta a Antonio, lo sopesó en su mano, recordó como la echaron injustamente, y cómo sufrió, y que aquel era un momento para robar, porque Antonio y ese precioso juguete simplemente iban juntos. Quiero imaginar que he venido recordando el tanquecito gris todo este tiempo para terminar recordando a Antonio. Porque los dos eran únicos. Y para no olvidar a Raquel.
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