InstanteInstanteInstante

miércoles, abril 12, 2006

Por la canción he recordado el último instante de esos. Hablo de cuando parece que todo se juntara, que sientes el tiempo, que tus sentidos están abarcando más de lo acostumbrado.

Cada vez que he sentido los instante los he gozado, nunca hay miedo. Es similar al recorrido de aire en la espina dorsal cuando lees un buen pasaje, ves una gran escena, o escuchas "la" música. También está en el amor, como cuando un día de la nada repasas las fotos que tienes en la PC y ves la de alguien a quien amas, y la miras y solo de mirar la imagen te da eso, ese estremecimiento.

Pero los instantes. Esos instantes que no los da nada específico, solo el mundo, esos son distintos. Son como más grandes, como que no los estuvieras sintiendo desde ti si no desde fuera, como si pasaras por ellos, como si sintonizaras aleatoreamente con una atmósfera escondida dentro de la cual todo el tiempo se vive así.

He recordado el último, y siempre que recuerdo el último recuerdo un poco todos y mucho el primero. Y siempre es simple, siempre solo son lugares e imágenes de personas, objetos, y no se puede decir mucho, el lenguaje se queda corto.

El primero pásó cuando tenía 12 años. Mi abuela me llevaba en el auto al colegio. Era una mañana soleada lo único que hice fue observar las plantas de las calles de Miraflores, sólo las plantas. Y empecé a verlas realmente, verlas vivas, a todas, vi que se movían, que hablaban, que todos los matices verdes eran latidos de un cuerpo, texturas de una piel. Sentí el primer estremecimiento.

El último fue el lunes pasado, antes de cruzar una transversal de Pardo. El final de la última tarde tenía buen color; los naranjas y rojizos del sol mortecino, pero entibiados por aire húmedo removido por viento marino, del malecón. Caminaba calle abajo y paré en la esquina esperando que pasen los autos. Era salida de oficinistas y hora punta. Había una chica uniformada fumando sentada sobre un muro, con un gesto hermoso de aburrimiento infantil, lúdico, engreído. La espalda de un hombre con un apuro disciplinado, marchante, agitaba unos papeles en la mano, como si fueran pesados, importantes. El hombre se perdía tras una puerta de vidrio polarizado. La ventana móvil de una combi enmarcaba el rostro de una mujer que se tomaba la mandíbula; la mano le obligaba una sonrisa que no iba con sus ojos melancólicos. Luego la señora del kiosko, el cobrador, a cada una de las counters de la aerolínea. Así empecé a sumar a todos, a conjugar el movimiento de todos, buscar la armonía entre las quince o veinte personas de una esquina comercial de Pardo a las seis de la tarde, y con suerte entré a una corriente de viento de esa atmósfera escondida, entré una vez más, y aún son pocas.


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