Ella lo miraba. Coincidían a las 3 en el café, durante sus respectivas horas de almuerzo. Siempre se sentaban en las mismas mesas, separadas por dos mesas más. No se podía decir por qué lo miraba y pensaba en cualquier cosa mientras lo hacía, como en la próxima muerte de su madre, lenta y dolorosa, en la fotografía de un ex amante que escondía en un cajón, en como sería su hijo si hubiera tenido uno con ese amante o su ex-marido, en que se diferenciarían, pensaba en su jefa y que si desapareciera la ascenderían, pensaba, solo algunas ocasiones, muy cortas, muy distantes entre sí, por instantes, pensaba en él, en el hombre de la mesa almuerzo, y una sola vez pensó: Talvez yo ame a ese hombre, al hombre del almuerzo, y se pensó en otra cosa inmediatamente. Él no la miraba, miraba la calle, y la olía, imaginaba, sentía, huía de su figura que a ratos se filtraba borrosa por el rabillo del ojo izquierdo, y todo el almuerzo, todos los almuerzos desde hace años, le inventaba una vida, le inventaba cada día, la había inventado un nombre, hasta le había compuesto una figura y un rostro con lo poco que se había permitido ver de la mujer real. Como había roto todas y ya estaba solo, se había dicho que la única promesa que se cumpliría a sí mismo sería la de no hablarle jamás a aquella mujer.
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